Esta palabra ha llegado a mí
como título de una tierna historia de amor que parte de una tradición de la Iglesia
Católica; significa en latín literalmente: enjugar, secar las manos.
Con este paño blanco de
lino, el manutergio, se limpian las manos del aceite de ungir los nuevos sacerdotes; ellos lo
guardan para ponerlo en manos de sus madres para el último viaje, con la
esperanza de que, llegando al cielo, Dios le pregunte:
-
¿Tienes algo que traerme?
Y entonces ella le pueda
contestar:
-
No traigo nada, pero te di un hijo sacerdote y aquí
traigo esta prueba.
Todas las madres deberían
llevar entre las manos, en su último viaje, algo para entregar a su Dios; no todas
tienen la posibilidad de tener un hijo sacerdote, pero sí podrían llevar en un
cofre muchas más cosas; eso, si tú así lo quieres.
Por eso, a tu madre siempre,
devuélvele el amor que te profesó durante toda tu vida; regrésale todo el cariño que te
regaló, toda la ternura que te entregó, retórnale todo el afecto que te
concedió, el trabajo que hizo para criarte, los besos que te dio, reembólsale
los años que dedicó a educarte, los días que te refrescó la frente cuando
tenías fiebre, los botones que te cosió, las veces que te preparó comida, las noches en vela con tus preocupaciones, las lágrimas que vertió por tu culpa...lo demás se puede quedar aquí.
Devuélvele tantas, tantas,
tantas cosas antes de que se vaya, para que rebose ese cofre con creces.
Y entonces, cuando llegue el
día de rendir cuentas, nunca podrá decir a ese Dios que le pregunte, que llega
con las manos vacías.
Misal de bolsillo de mi bisabuela, propiedad ahora de mi madre, restaurado por mi hijo Fran. ¡Qué manos tiene! |
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