Me ruboriza esa mirada despistada, esa sonrisa mudada con la que nos habláis; escondéis la luz de vuestros ojos, esa que puede delataros, con unas gafas brillantes y escrupulosamente limpias, en las que se refleja la luminosidad del ambiente que os rodea en cada momento.
Cuando os dirigís a mí directamente,
las persianas de vuestras pestañas o el cierre de vuestros párpados, no me
dejan ver cómo son las pupilas; balbuceáis metáforas; las hojas volátiles, que
en buena medida os escriben, esos guiones que os limitáis a interpretar, tienen mucho de
novela de aventuras, de relato histórico novelado, de drama de amor y odio; más
odio que amor en casi todas las páginas.
Seguís titubeando, zozobrando
mi alma y la de millones de personas; vuestros oídos parecen como taponados por
una cantidad ingente de papeles que se interponen, entre lo que dicta vuestro
corazón y lo que articula vuestra boca; y no me quiero ni imaginar lo que
escondéis en lo más recóndito de vuestro ser, en esa caja donde se guardan los
más bajos sentimientos, las más bajas pretensiones, donde todos “atesoramos” nuestros más bajos deseos: el poder, el ansia, el dinero, la violencia, la venganza, el
odio, etc. etc.
Es un juego, en el que
interpretáis vuestro papel; igual que los futbolistas en el fútbol, os decís: perros judíos, hijos
de puta, la concha de tu madre; y al final cuando acaba el partido, saludos,
abrazos, negocios juntos, bodas y todas esas cosas.
Os escondéis detrás del
traje, de la corbata, de la ideología, de la camiseta, del vaquero, de la coleta, del vestido de
chaqueta, de lo que digan las bases, de la sudadera; pero nunca, nunca en público, habláis ni una puta vez
sin contar mentalmente los votos que podéis perder o los escaños que deseáis conseguir.
Eso es cambiar vuestra alma
por papel, conlleve lo que conlleve ese papel.
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