Cada uno de nosotros, desde que tiene uso de razĂłn, mantiene en lo mĂĄs profundo de su ser a un lobo dormido.
Aunque el animal estĂ© aletargado, no deja de escuchar lo que nos dicen, no deja de sentir lo que nos hacen, no deja de oler lo que olemos, no deja de aprender lo que aprendemos, no deja de engendrar lo que nos inculcan, no deja de modelar su personalidad con lo que nos repiten dĂa a dĂa, noche a noche; no deja de alimentarse, durante toda nuestra existencia, de las circunstancias que rodearon y rodean nuestra vida, asĂ como las vicisitudes que pasamos en ella; y Ă©l, normalmente sigue durmiendo.
Pero cuando algo que te hacen o te dicen, provoca que ese lobo despierte, estĂĄ en la voracidad de esa fiera que llevamos dentro, la capacidad de respuesta de la misma.
A mĂĄs voraz que sea el lobo, o duro y contĂnuo sea el ataque, la respuesta serĂĄ mĂĄs desproporcionada.
Esto puede explicar algunas de las respuestas a ataques, desplantes y provocaciones que reciben o recibimos en algĂșn momento de nuestra vida; y el despertar de muchos lobos que llevamos dentro en estas Ășltimas fechas, con el conflicto entre hermanos en el que estamos inmersos.
Ya lo dijo, hace mucho tiempo el gran jefe cheroki Sequoyah (cerdo), cuando le preguntaron porquĂ© habĂa hombres malignos:
-Hijo, dentro de cada hombre hay una batalla entre dos lobos; uno malo y otro bueno, en esa batalla siempre ganarĂĄ el lobo al que alimentes.
Y asĂ se escribe la historia.
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