Unas manos grandes, enormes
en comparación con las mías, me agarraban fuertemente cuando salía a la calle;
mi menudo cuerpo al lado del tuyo era como el de un muñeco de juguete; miraba
hacia arriba y cuando me devolvías la mirada, me sentía seguro; estaba agarrado
de tus curtidas manos, manos de fregar suelos de rodillas, de coser, de
bordados, de lavar con perborato, de hervir la ropa, de la candela de carbón;
en suma, de unas recias manos que me asían fuertemente.
Era una tranquilidad bajar
las escarpadas escaleras de casa agarrado a ti, con la seguridad de llegar
abajo sano y salvo. Esto pasó tantas veces…
Hoy veníamos de misa de
difuntos de nuestro amigo Pablito, siempre me coges del brazo, pero hoy te cogí
de la mano…
Esta tarde, tú eras la débil
y yo el recio, tú la pequeña y yo el gigante, tú con las manos menudas y yo con
las mías fuertes; tú eras la que me mirabas y te adivinabas protegida; y yo, de
reojo, te observaba con satisfacción, supongo que la misma satisfacción que encontrarías hace cincuenta años cuando me observabas a tu lado.
Hoy tú eras la que te sentías
segura, como hace cincuenta años, pero ahora a la viceversa: toma mi mano, dame
tu mano.
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