Cuando
vienes al mundo te conviertes en gladiador, ya sabes que ese serĂĄ tu destino; y tu final siempre serĂĄ la muerte, en la arena, a manos de la vida misma.
Los lanistas o entrenadores, (papĂĄ y mamĂĄ) te
van enseñando dĂa a dĂa, hora a hora, cĂłmo comportarte en esa arena; te equipan con un escudo para que te protejas de los ataques de otros como tĂș, que tendrĂĄs
muchos en tu corta o larga vida de luchador; te surten de un casco que guarde
todas las enseñanzas a las que eres sometido en tu perĂodo de entrenamiento;
también te proveen de una visera para
que no te deslumbren las mentiras, necedades y parafernalia de los que se
enfrenten a tu persona; te suministran una red con mĂĄs de una misiĂłn: pararte
las grandes caĂdas y atraer hacia ti a las personas con las que te sientas
bien. Te inculcan, que hasta que el de arriba no ponga el pulgar hacia abajo, no todo estarĂĄ perdido, y te tienes que volver a levantar. Y por Ășltimo, te arman con un gladium afilado con inteligencia, versatilidad, honestidad, reflejos, y el don de la palabra, para que te defiendas de todo y de todos.
HabrĂĄ
un momento, en el que tus lanistas decidan, o tĂș mismo tomes la iniciativa, en el que saltarĂĄs a la arena para enfrentarte solo a la lucha, en este circo que es la vida.
Pero,
hay una mĂĄxima desde los tiempos de la Roma Imperial, de la Roma de los CĂ©sares, de la Roma de SĂ©neca, RĂłmulo y Remo, que siempre deberĂĄs tener presente; esa que le inculcaban los lanistas a sus pupilos y que no nos convendrĂa olvidar cuando estemos en el coso:
“Todo
gladiador toma sus consejos en la mima arena”.
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