Hay un momento en la vida en
el que te lo planteas fríamente; llevas toda tu existencia conviviendo con
ella, asumiéndola, haciéndola parte de tu ser; quizá te la impusieron en casa o
en el colegio, quizá la llevaras intrínseca en tu ADN, pero lo cierto y verdad
es que te acostumbraste a convivir continuamente con ella.
En casa, la usabas y la volvías a usar, sin que tuvieras la oportunidad de defender tu opinión y ni
casi de expresarla; en el colegio... la utilizabas porque tampoco tenías la
ocasión de defenderte ante un castigo injusto, una calificación errónea o un “bullyng”
irrazonable.
Y tu existencia continúa, y
sigues mediatizado por tu compañera de viaje; empiezas a trabajar y no tienes
turno de réplica ante un jefe injusto o abusador, ni ante compañeros con más categoría
que a la postre son insolidarios, y que por desgracia, vuelven a utilizar contigo el anglicismo anterior.
Cuando alcanzas la mayoría de
edad, ¡EUREKA, ya te crees el culo del mundo, libre, irreductible!, pero entonces conoces a
un chico o a una chica, y vuelves a encontrarte con la misma piedra, y la vida
continúa y ella también contigo en todo a lo que te acerques.
Pasa el tiempo, tienes hijos, y crees que ahora es cuando toca, supones que en ese punto vas a
acabar abandonando a esa amiga que te acompañó desde pequeño; ¡Craso error!, con
tus hijos o hijas es cuando realmente se hace presente en tu vida, y para
siempre. Esa que creíste olvidada o superada, ahora se presenta con una
inusitada virulencia.
En algunos momentos te planteas si no será más digno morir de pie que vivir continuamente de
rodillas, pero la obediencia es así de puñetera la tía.
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