La primera vez que mis carnes blancas (no morenas) le tomaron el gusto a una piscina, fue ya "mayorcete", con seis o siete años.
Fue por obra y gracia de la madre de mi buen amigo Enrique SĂĄnchez.
Todos los chavales, que por aquel entonces Ăbamos a la Farmacia a jugar, leer, entretenernos, y en suma, a aprender, se bañaban en la piscina.
MarĂa Isabel, (madre de Enrique, fallecida hace poco), abogĂł ante mi padre para que me dejara bañarme.
En aquella Ă©poca aprendĂ a nadar, bueno, como pude y Dios lo permitiĂł, y me sigo defendiendo.
Recuerdo que JosĂ© MarĂa, primo de Enrique, se hacĂa todas las mañanas ¡Tres kilĂłmetros nadando! en una piscina de seis u ocho metros, infinitos largos.
Por aquellos años, mi piscina, y la de mis hermanos, era un lebrillo de barro, que nos parecĂa gigantesco y que se ubicaba en el corredor del "soberao (sobrado)" en el que vivĂamos por aquel entonces.
Ese lebrillo lo colmaba mi santa madre con un cubo de zinc que llenaba en el grifo de la concina.
Eran cuatro o cinco cubos, pero lo que si no se me olvida es que el Ășltimo cubo, lo calentaba en la candela de carbĂłn de la cocina, donde hacĂa de comer, para que sus hijos no sintieran mucho frĂo al meterse en su piscina particular.
¡Como una madre no hay "nĂĄ"!
Y como un buen amigo tampoco.
Ah, y el cubo tambiĂ©n servĂa para despuĂ©s de bañarnos, y lavarnos con jabĂłn, enjuagarnos con el agua del lebrillo. ¡Ay la vida! CuĂĄntas experiencias.
Foto extraĂda de la pĂĄgina "Mil anuncios" |
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