Escucho la voz del viento, que me
susurra al oído una ristra de cuentos de príncipes y bandidos que servían de
nanas a la hora de acurrucarme entre las sábanas.
Ahora, algunas veces, regresan a
mi memoria, imágenes en blanco y negro de mi casa del pueblo para el verano…
Parihuelas de tubos metálicos
repintados, con lecho de muelles que acogían menudos cuerpos cansados de correr
y jugar por las avenidas de adoquines.
Orinal bajo la cama, para evitar
cruzar en la noche, la oscuridad del patio infectada de grillos y
salamanquesas.
Lebrillo de barro, gigantesco,
multiusos; que era, lavadora manual y
bañera improvisada; una tabla ondulada
por donde paseaba casi toda la ropa de la casa para quedarse impoluta, limpia;
cubo con alcachofa sobre el retrete, como ducha improvisada.
Gallinero, sin gallinas ni
gallos, cerrado con tela metálica hexagonal; la carbonera, y el cuarto
trastero: almacén de olvidos, depósito de la memoria, refugio de ratoncillos
que hacían su agosto con los libros y la ropa vieja.
Alacena blanca de celosía, con visillos verdes de lunares; cocina de ladrillo
con hueco para el carbón; palangana con el filo rojo (germen del apodo de los
sevillistas) y su correspondiente jarra, todo ello abrazado con pie y toallero
de metal.
Nevera de nieve en el comedor, y
máquina de coser en la salita, con balancín de pie, para columpiar suavemente
en un vaivén a la aguja, mecer a la canilla, y alimentarse de la bobina de hilo
de rebaje, dibujando surcos sobre la tela.
Suelos de barro rojo, con quemas (llagas) del tamaño de un dedo,
vigas de madera y techo de ladrillos, tabiques de un codo de anchura, esquinas
por todos lados, y escondrijos inusitados. Balcones a la luz del sol y de la
luna, donde se balanceaban mis menudas piernas en las noches de verano. En fin,
yo también he tenido una casa en el pueblo para el verano, aunque en mi caso,
también era para el invierno, primavera y el otoño; en suma, fue la casa donde
aprendí a ser mayor.
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