Ni mucho menos, este Sábado Santo ha sido uno más en mi vida; ha sido un nuevo Sábado Santo, diferente, lleno de nuevas sensaciones y un sinfín de emociones.
Cuando rodé por las escaleras hace más de dos meses, en fracciones de segundo se me pasaron miles de cosas por la cabeza mientras caía de espaldas.
Mi familia pasó fugazmente por mi mente, uno a uno, y las consecuencias que le podría acarrear a cada uno mi pérdida, si bien nadie es imprescindible, pero creo que todos somos necesarios. Gracias a Dios sólo me destrocé el brazo y la muñeca, pero me pude levantar y seguir adelante.
Todavía de día, mi madre de aquí abajo, me acompañó en la esquina de siempre; seguro que para pedirle, no por ella misma, sino por sus hijos y nietos, por mi brazo, por mi hermano y cómo no, por su media vida, mi querida hermana.
Ya de noche, después de recorrer el pueblo, todo ese cúmulo de sensaciones, esos recuerdos, pasaron por mis ojos a las doce menos veinte, y como casi siempre, el depósito, mi pequeño almacén de lágrimas, se desbordó.
Estaba escuchando el concierto de una orquesta sinfónica que tocaba en la calle; observaba el esfuerzo denodado de un puñado de almas que empujaban hacia arriba para acercar más si cabe al cielo, a la Reina del Sábado Santo; oía como sonaba el alma del saetero que se asomaba al balcón; y sentía el calor y el abrazo de casi toda la gente que amo.
Pedí muchas cosas, pero la primera, y más importante, fue: que me permitiera el próximo Sábado Santo estar de nuevo allí rodeado de las mismas personas y si pudiera ser con alguna más , mejor.
De madrugada, las voces dulces, afinadas y potentes de mis amigas Reyes y Carmen convirtieron mis rezos en música alabándoTe con su ¡Ay Santa María!, gracias.
Un Sábado Santo igual que otros, como los de toda mi vida; pero, a ciencia cierta diferente, porque también podía no haberlo vivido; pero Ella quiso que así fuera, y así fue.
No hay comentarios:
Publicar un comentario