Todos y todas hemos sentido en algún momento de nuestra vida un amor pequeño, hemos perdido el sentido de la realidad y nos hemos entregado durante muchas horas del día a soñar despiertos o despiertas.
Normalmente no eras correspondido, o correspondida, y eso era todavía peor; elucubrabas razones absurdas, tenías pensamientos de todo tipo imaginando situaciones en las que pudieras acceder a ese amor joven, pero normalmente no servía para nada; él se iba con tu peor enemiga, y ella empezaba a salir con el tío más estúpido del barrio.
En esos momentos era cuando te dabas cuenta que el amor dolía, y dolía tanto que incluso caías en una depresión; caminabas lánguida o lánguido, estabas con la cabeza perdida mirando musarañas, no atendías lo suficiente en el colegio o instituto, y siempre que te acostabas mirabas al techo de la habitación un buen rato, hasta quedarte dormido, en aquellos tiempos te quedabas dormido en cualquier postura, no como ahora, pero siempre era volar y volar, para luego estrellarte en el suelo del desengaño.
Normalmente esa inopia perduraba hasta que tenías la suerte, o la desgracia, de encontrar al que crees que será el amor de tu vida, y para más inri, eres o crees que eres correspondido o correspondida.
No obstante, de ese amor pequeño, de ese dulce y amargo amor, siempre queda un rescoldo en un rincón escondido de tu corazón, solo de pensar cómo habría sido, o como se habría desarrollado durante el resto de tu vida.
Esa suerte, la que les perdure el amor pequeño, la tienen solo unos privilegiados, se enamoran mutuamente en la infancia, y todavía, casi cincuenta años después, prevalece su amor por encima de las adversidades de la convivencia diaria, la crianza de los hijos, los problemas laborales, la relación con las respectivas familias, y lo más importante, la salud.
¡Chapeau amigos! ¡Ole, ole y ole!
Sabéis que me estoy refiriendo a vosotros, os deseo lo mejor, sed tan felices como al principio, solo por la constancia lo tenéis más que merecido.
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