Hace ahora dos años, intentando arreglarle a un familiar un tendedero, al anudar el cordel, quemé la punta para que no se deshilachara, con la mala fortuna que me goteó el plástico líquido incandescente en la mano. Me duró la quemadura producida más de un año; claro, no paraba de quitarme la pupa, que no era más que la señal de que estaba cicatrizando, y otra vez a empezar de nuevo.
Me pasa muchas veces con arañazos, con picaduras de mosquitos, con pequeñas heridas; quizá sea por la impaciencia de su pronta curación, quizá por el placer que me produce el pequeño dolor al arrancar la postilla; o quizá se deba a no poder estarme quieto con las manos sabiendo que hay algo tocable.
Exactamente lo mismo pasa con las heridas del alma, con los arañazos del corazón, con las llagas que nos producen algunos o algunas durante nuestra existencia; las postillas solo sanan correctamente si no se tocan, si no se arrancan, si no se rascan dejando hacer a nuestro cuerpo su trabajo de sanación; las pupas del alma, del corazón, de la conciencia, solo se curan permitiendo a la vida que haga su trabajo; no toquetearlas con continuos recuerdos, no arrancarlas con rabietas iracundas, no rascarlas con odios insaciables, no teniéndolas siempre presente por considerarse "toqueteables"; además sabemos que es la única forma.
No obstante, las pupas pueden llegar a sanar, pero así como pasa en la piel, siempre quedarán las marcas donde se alojaron señaladas de por vida.
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