Desde
que tenemos uso de razón todo lo que hacemos en nuestra vida es aprender, un
aprendizaje continuo que se inicia cuando nuestro corazón empieza a latir.
El
latido, la respiración, el llanto como primeros conceptos; a mamar, a
balbucear, a dormir, a tomar de un biberón, a comer con cuchara, a articular
fonemas o vocablos, a emitir palabras, a gatear, a dar
pasos hasta llegar a andar.
Y
sigue nuestra vida, y seguimos asimilando cosas.
Toda
la que ha tenido un hijo seguramente podrá relatar detalladamente todo lo que
su hijo o hija ha ido conociendo paulatinamente en el transcurso de su
infancia.
Después
viene la guardería con sus colores, su música, su relación con los demás; el
colegio, con sus matemáticas, lengua, etc.
Y
el instituto, la universidad, y la pandilla, y la relación con los amigos, con
los miembros del otro sexo, y en el trabajo; siempre, continuamente aprendiendo.
Pues
bien, hay una enseñanza que en un momento de la vida nos va a hacer muchísima
falta y que nada ni nadie nos la enseña, una materia que no hay ningún sitio donde
cultivarla, una asignatura que es obligatoria para todos, pero que no la
podemos aprender con el uso, toda vez que quizá solo la veremos una
vez.
Me
refiero a aprender a morir.
Desde
pequeños, retiran a los niños de las casas donde llega la señora de negro, para
que, según dicen, no sufran.
Considero
que deberían incluir de pequeños en nuestras enseñanzas cómo morir con la mayor
paz posible; posiblemente, si tuviéramos consciencia desde pequeños que nos
vamos, más tarde o más temprano, otro gallo nos cantaría.
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