De
“expositus”, (expuesto) en latín, recién nacido abandonado o expuesto, y que
por ende se desconoce su origen.
En
tiempos, y hasta el año 1921 en que ya era posible cambiarse legal y
gratuitamente el apellido, éste era el apellido con que designaba a los niños
y las niñas de origen desconocido que eran abandonados en la inclusa.
En
2018 más de 72.000 personas lo llevan actualmente en España, siendo los
descendientes directos de esos niños abandonados; y esto me lleva a reflexionar
que por muy mal que le fuera a una familia, a un recién nacido, era recogido en
un orfanato, y más bien o más mal, comían, crecían, se formaban y tenían una
posibilidad de salir adelante.
Hoy,
casi un siglo después de la entrada en vigor de esa ley del cambio, en algunos
países africanos más olvidados, o recordados sólo para ser escenarios de
guerras y que pululan en la inopia, se extiende como la pólvora la costumbre de
dejar a los niños y niñas recién nacidos sin nombre; y no por ninguna tradición
ni ninguna costumbre tribal, sólo y exclusivamente los dejan sin apellidos, porque
no saben si van a vivir lo suficiente para tener la oportunidad de llamarlos ni
siquiera por su nombre algunos días.
Hay
más de siete mil niños actualmente, según oí ayer, que no tienen nombre; no sé
si será una publicidad para que te afilies a esa ONG que los intenta ayudar, o que
posiblemente sea verdad, y entonces me pregunto:
¿De
qué vale tener nombre si no vas a vivir lo suficiente para que la gente que te
rodee te conozca por él?
No
sé cómo a veces no sentimos por lo menos:
“VERGÜENZA”.
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