Mi padre era un hombre: recto, honrado, entregado a los demĂĄs, fiel, pero tambiĂ©n fue un hombre severo; severo y muy duro en sus castigos. QuizĂĄ demasiado obsesionado con lo que le rodeaba, pero buen hombre; jamĂĄs, ni yo ni mis hermanos fuimos capaces de faltarle nunca al respeto ni desobedecerlo, solo tenĂa que mirarnos...
Hoy en dĂa la cosa ha cambiado...
Ha cambiado tanto...
Los que hoy somos mayores, la mayorĂa, y hemos crecido con esa severidad, y algunos/muchos maltratados (no fue mi caso) y viviendo en una plena dictadura en casa, cuando tuvimos nuestros hijos, nos prometimos que eso no lo harĂamos con los ellos.
Y erramos, al pretender ser amigos y amigas en vez de padres y madres, fallamos en no aprender a decir no; como los nuestros, nos equivocamos al olvidar un poco de severidad; y claro...
Y si por ende, le damos la vuelta a la tortilla, algunas veces, la severidad con la que nos tratan nuestros hijos resulta un poco excesiva, dirĂa yo.
Tengo confesiones de padres y madres que para ellos queda lo que estĂĄn pasando.
Como en todo, hoy en dĂa, el ancho del embudo siempre mira para el otro lado.
Y en muchos casos, también hay que son serveros con sus padres o madres, ya ancianos, interpretando el papel de lo que son para ellos sus padres, otros hijos de ahora, pero mås grandes y viejos. .
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