La otra noche estuve prestando atención a un reportaje sobre la última de nuestras vergüenzas nacionales, de unos y de otros; de los de arriba y de los de abajo; de los de la derecha y de los de la izquierda; esa condena que nos lastra todavía como personas libres (que creemos que somos), esa espada de Damocles que nos vigila desde arriba tengamos el color que tengamos, reviviendo cada día esa guerra incivil.
Era un programa bastante independiente, y por eso aguanté escuchando y viendo con atención; conforme pasaban los minutos empecé a sentirme mal, cada momento que se iba proyectando yo miraba la pantalla y cerraba los ojos; se me venía a la mente la imagen de mis hijos con esas anchas camisas, con los tirantes, la gorra y el mosquetón al hombro, cerraba y volvía a abrirlos y seguía viendo lo mismo.
Por Dios, ¿qué sería de ellos, criados como están, teniendo que pasar hambre?
¿Cómo afrontarían el tener que matar, algunas veces solo por matar?
¿Cómo podrían subsistir con unas alpargatas, y sin ni tan siquiera tener acceso a una bicicleta?
Bueno, siendo franco, nosotros tampoco estaríamos preparados ya para ello, nos hemos aburguesado con el paso del tiempo, además con el paso de muy poco tiempo.
Hubo un momento, en el que ya "se me cayeron los palitos del sombrajo" (como cantara mi amigo q.e.p.d. Andrés Algarrada) y fue cuando narraron el enfrentamiento entre dos hermanos, ambos ataviados con sus diferentes uniformes; dos hermanos que por fuera vestían uno de azul y otro de rojo, pero que por dentro llevaban la misma sangre.
Tuve que quitar el programa, era superior a mis sentimientos.
Se habla y se vuelve a hablar, con la valentía que da haber vivido esa barbarie solo en el recuerdo de los mayores, y parapetados en una libertad actual que les permite ser más valientes que los propios combatientes; para más inri, tildando al de enfrente, con calificativos, o más bien descalificativos, más propios de esa penosa época.
Y seguimos sin aprender nada.
Solo le pido a Dios que no se repita nunca.
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