La otra mañana, en mis caminatas "mañaneras", pasé por un centro comercial de Sevilla, uno de esos grandes con supermercado incluido.
En la acera, cerca de la entrada, habĂa seis o siete chicos riĂ©ndose a carcajadas limpias, parecĂa que se estaban divirtiendo en grado sumo; uno voceaba a los cuatro vientos:
- ¡Me han quedado, seis!
- Jajajaja, reĂan al unĂsono todos.
- ¡Pues a mĂ cuatro, sĂłlo cuatro!
Y le contesta es mås imbécil de todos:
- Pues tus padres estarĂĄn muy contentos, porque a mĂ me han quedado todas.
De repente se me vinieron a la mente los años del colegio, aquellos dĂas en los que los maestros entregaban los "boletines de notas", esos boletines en los que desde los seis años eras valorado con nĂșmeros y no con palabras o frases.
Cuando el maestro (no profe, ni colega, ni Pepe, ni mierdas) se disponĂa a entregar los boletines, empezaban a sudarte las manos, ese sudor frĂo que aparece en las esperas de los momentos importantes; repasabas mentalmente las asignaturas...
-¿EstarĂĄn todas bien?
-¿Se me habrĂĄ escapado algo?
CogĂas el boletĂn, lo abrĂas y todo estaba bien, pero no demasiado bien, como tus padres lo deseaban, despuĂ©s de saber lo que les costaba que pudieras acceder a esos estudios y las privaciones que sufrĂan para poder pagarlos.
Los chicos que escuché ayer, no digo que sean malos, ni deslavazados, ni inconscientes, ni siquiera tontos, son imbéciles, y que me perdonen los imbéciles.
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