¿Cuántas veces hemos oído hablar de la gente casi sin conocerla?
Calentona, subnormal, aprovechado, trápala, majareta "perdío", medio tonto, poco hombre, seria, cachondo, frígida, estrecha, golfo, buena gente, generoso, tiquismiquis, sieso; en fin, una cantidad ingente de etiquetas que colocamos a la gente, sin habernos comido un arroba de sal con ella.
Aparte de los gustos sexuales de cada uno, hay muchos vericuetos en la vida de cada persona, y un sinfín de circunstancias en la existencia de cada ser que normalmente desconocemos a la hora de colocar una etiqueta.
Etiquetar es muy fácil, des-etiquetar , yo diría que es casi imposible.
Cuando etiquetamos a una persona, la estamos condenando a llevar colgado el San Benito de por vida; y lo peor de todo es que cada vez que vayamos a tener alguna relación con ella diremos: ¡Bah, ese es tal, o esa es cual! Sin comernos, como dije antes, mínimo, una arroba de sal con el o ella.
Las etiquetas, que algún o alguna hija puta ha puesto, hace que todo el mundo que te conozca prejuzgue de ti, y por ende, que prejuzgues a la gente.
Y pongo un ejemplo:
Una persona que le gustan las bromas, que disfruta riéndose de todo, incluso de las cosas que le pasan a ella misma, automáticamente se le coloca una etiqueta, la que prefiráis, más dura o menos dura.
Eso influye en el trato de los demás hacia esa persona; los demás, que desconocen abiertamente su personalidad, y que por tanto, no tienen capacidad para valorarla; la tratan de insustancial, de baladí, de trivial, de fútil, desconociendo abiertamente la capacidad y los sentimientos de la persona en cuestión.
Incluso te etiquetan personas que conviven contigo una cantidad de años, tu pareja, tus hijos, tus padres...
Las etiquetas son para la ropa, y ya ni eso, están casi todas tergiversadas y la mayoría mienten.
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