En la tómbola de las ferias de nuestras ciudades y pueblos, era su perorata de cada momento, a través de ese micrófono que sonaba como si estuviera dentro de una lata, se escuchaba desde lejos mucho antes que nos invadieran el "Perrito piloto" y la Muñeca chochona".
-¡Siempre toca, (decía) aunque sea con una sola papeleta, pero siempre toca!
Y es o era verdad, siempre toca, la mayoría de las veces poco, un chupa chup, puntos, o un número para el gran sorteo, pero siempre tocaba.
Esta frase tan escuchada de: ¡Siempre toca!, me martillea mis sentidos cada vez que veo imágenes de un desastre como el del volcán Fuego de Guatemala de hace unos días, o rememorando el terremoto de Haití de 2010; también recuerdo, y jamás lo olvidaré, la erupción del Nevado del Ruíz de Colombia en 1985, y esa cara de esperanza de la pequeña Omaira, asida a un palo que dio la vuelta al mundo, y a la que fue imposible salvar (nunca sabré por qué).
¡Siempre toca!
Incendios que arrasan poblados, riadas que fulminan del mapa concentraciones de chabolas donde malviven miles de seres humanos, aludes de tierra y barro que siempre les cae a los mismos encima, derrumbes de casas en mal estado donde se hacinan gentes que malviven por no tener un sitio más digno donde hacerlo.
¡Siempre toca!; ¡Qué paradoja más grande!.
Las cosas buenas, siempre les tocan a los que más tienen, que a su vez son los que menos boletos compran; y a los más desgraciados, los que menos tienen, son los que incomprensiblemente adquieren más papeletas de esta tómbola de la vida, donde continuamente se rifan las desgracias.
¡Siempre toca, si no un pito, una pelota!
Si no un volcán, un alud; si no un incendio, una avalancha; si no una riada, un terremoto, pero siempre les toca.
No miente la publicidad de esa tómbola, pero joder, siempre les toca a los mismos.
Y a los que pueden mitigarlo ni les toca, ni se les cae la cara de vergüenza.
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