El otro día vi un chiste gráfico muy "simpático" en el que un matrimonio en la cama, tenía en medio de ella separándolos una malla metálica como las de los campos de concentración, creo que no se querían ni rozar.
Se me vinieron a la memoria esos campos que tan bien describió mi amigo Andrés Pérez Domínguez en su genial libro: el Violinista de Mauthausen, el muro de Berlín, la gran muralla china, la muralla árabe de mi querido barrio de San Pedro de mi ciudad; todas las murallas, todas las vallas, todas las alambradas parten una tierra, y separan.
El genial Nino Bravo, en su canción "libre", describe a las mil maravillas lo que es una frontera amurallada, lo que se siente al cruzarla, y lo que te puede conllevar.
Incluso la muralla que separa esta vida de la que viviremos una vez abandonada esta, es una pared sin retorno, un muro que separa nuestro yo de aquí, malo, engreído, envidioso, de nuestro yo de allá, ser de luz sin complejos ni ataduras.
Lo primero que se construía cuando se conquistaba un territorio era una muralla, bien fuera de palos, de caliza, de piedra para que los enemigos, que a la postre eran los que anteriormente habitaban en ese territorio, no pudieran acceder a su antigua tierra.
Es de enemigos, no de amigos, que las ciudades aprendan la lección de construir murallas altas para preservarse.
Una de las frases que más me impacto fue esta de Luis Alberto Spinetta (el flaco), multifácetico artista argentino:
"Después de todo tú eres la única muralla, si no te saltas a tí mismo, nunca darás un solo paso"
Es hora ya de derribar las murallas, especialmente las nuestras, las que amurallan nuestro corazón.
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