En los tiempos del Banco, en mis principios, dar un crédito era "DAR UN CRÉDITO"; aparte de cobrarte un mínimo de un 20 ó 21% carísimo para hoy en día, pero adecuado según se pagaba por las imposiciones.
Todos los créditos se daban después de un análisis exhaustivo de las propiedades del prestatario y de la capacidad de devolución del mismo, de su trabajo, y de una finalidad perfectamente contrastada; si no coincidían estas premisas, no había crédito.
Fundamentalmente de eso se trataba antes en dar un crédito, aunque no lo creáis.
En nuestra vida diaria damos muchos, demasiados créditos, diría yo, sin uno o sin muchos de esos antecedentes.
¿Cuando nos dan prestado unos padres o unos hermanos nos piden propiedades para integrarnos en su familia?
¿Cuando gastamos lo indecible con nuestros hijos, crianza, estudios, extras escolares, y más, y más; les pedimos a ellos o a ellas si tienen capacidad de devolución?
¿Cuando damos crédito a nuestros compañeros o compañeras de trabajo, sin saber quienes son, ni de dónde vienen, y lo peor a dónde van, lo estamos haciendo bien?
¿Cuando hacemos una nueva amistad o intentamos conservar las que tenemos, sin una finalidad determinada, solo y exclusivamente por el simple hecho de ser amigos, estamos dando bien el crédito de la amistad?
De los créditos del amor prefiero, como decía mi amigo Manolo Castaño q.e.p.d.:
¡Mejor guardar silencio administrativo!
De los créditos del amor prefiero, como decía mi amigo Manolo Castaño q.e.p.d.:
¡Mejor guardar silencio administrativo!
Muchas veces, damos demasiados créditos que seguramente al final, por una cosa o por otra, resultarán impagados; pero como en el Banco, los beneficios que nos producirán los que sean abonados correctamente resarcirán con creces las pérdidas de los fallidos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario