El amor no es una candela eternamente encendida, el amor es una hoguera que pasa por las mismas etapas que el mismísimo fuego.
Una mirada puede encender las ramas superfluas e iniciar la llama, pero esa llama necesita la leña del aspecto físico, del viento de la palabra, del oxígeno de la inteligencia y de la luz de la simpatía para que se convierta en un fuego.
Como todos los fuegos, algunos amores son incontrolables, y como esos fuegos, solo producen desastres.
Puede ocurrir que el encendido solo sea superficial, que no prenda en el corazón de la leña, por lo que al poco tiempo de empezar a arder, morirá ahogado por la falta de interés en que arda.
Si queremos que el amor tenga vivacidad, que esté vivo mucho tiempo, hay que estar aportando leña continuamente, en cada etapa del amor, pero como los buenos guisos, el amor tiene que arder a fuego lento.
Si alguna vez se apaga, después de mucho tiempo ardiendo, siempre quedará el rescoldo templado del respeto y el aprecio de a quien has amado; otra cosa es que uno u otro de los amantes vierta un barreño de agua fría en las brasas, entonces sólo quedará un negro tizón donde alguna vez hubo calor.
Cuando la leña se esté agotando, y cada vez los leños sean más pequeños a la hora de arder, el calor de los corazones mantendrá viva la lumbre del amor hasta el final de los días, e incluso hasta después de la existencia terrena.
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