La vida, tu vida, estĂĄ dibujada en tus recuerdos; esos recuerdos impresos en fotos, en cuadros, en cosas que has ido atesorando, e incluso en documentos.
Te pasas la vida guardando fotos, por ejemplo, antiguamente en ĂĄlbumes de fotos y ahora, claro estĂĄ, en el mĂłvil o en discos compactos.
Guardas cuadros pintados por tus tĂos, incluso por ti mismo y tus hijos, o comprados.
Atesoras plumas o bolĂgrafos especiales.
Hay quien conserva sellos, antiguas pelĂculas de vĂdeo, vajillas, cristalerĂas, discos de vinilo, discos compactos de mĂșsica, libros, y mĂĄs libros, y otra vez libros.
Muñecos de tus våstagos, cosas que utilizaron tus hijos de pequeños (corralito, cochecito, bañera, etc.), manteles, y una carpeta importante de documentos de parte de tu existencia.
Todos esos recuerdos son tuyos, y solamente tuyos, ni incluso se pueden decir que son de la pareja con quien compartes tu vida, ella tiene los suyos.
Pero llega un momento, el momento fatĂdico en el que entregas la cuchara, en el que esos recuerdos pasan automĂĄticamente a otra dimensiĂłn.
Y exceptuando dos cosillas, que se guardarĂĄn (o puede que no) como recuerdo tuyo para tus descendientes, el resto, cuando tus hijos o herederos tomen definitivamente posesiĂłn de la casa donde viviste, todo lo que habĂas guardado como recuerdo durante toda tu vida se convierte en basura a la espera de la visita de una cuba para ser retirada.
Ya lo dijo el genial Papa Francisco:
-¿Han visto alguna vez una mortaja con bolsillos?
-¿Han visto alguna vez un camiĂłn de mudanzas en un entierro?
Pues eso.
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